He asistido con interés al curso organitzado por Cristianisme i Justícia titulado “Crisis de cuidados y construcción de la cuidadanía”, un curso magníficamente dirigido y del que he podido obtener información y formación para un objeto de estudio que considero relevante: cómo mejorar el cuidado, no sólo desde la perspectiva comunitaria sino desde un nuevo paradigma de legitimidad de los poderes públicos, que sería instrumentar mecanismos de ayuda sistemática, útil y efectiva a las personas que la necesiten. La cuidadanía es el término que acoge toda esta actividad de donación a los demás y de prestación de subsidios útiles, en especial para los más desfavorecidos, pero en general un elemento estructural para todas las personas, como emanación de su misma dignidad.
Para desarrollar el planteamiento anterior, partimos del hecho de que la vulnerabilidad es un atributo que está en la esencia de la condición humana. Es la realidad de la vida. Por consiguiente, se opone al engaño de la autosuficiencia, que es una apreciación limitada y reduccionista de la misma vida. Reconocer que somos vulnerables es tomar conciencia de la propia crucifixión, y que este sufrimiento puede dar sentido no sólo a la vida sino a las estructuras institucionales que construimos los humanos. El cuidado supone así la consciencia de la fragilidad, pero al mismo tiempo la capacidad de luchar contra la adversidad, ejerciendo una inteligencia al servicio de la bondad y del bien.
Tradicionalmente los cuidados se han desarrollado de forma horizontal entre miembros de las familias y muy especialmente por parte de las mujeres. Hoy en día, domina también la feminización del cuidado y la precarización de las personas prestadoras del mismo, por no decir su olvido, ignorancia o banalización.
A parte de exigir una ética del cuidado y de la responsabilidad de las personas, me resulta importante plantear que el reto actual es construir una Administración que reconozca la fragilidad humana y que los poderes públicos puedan actuar con eficacia ante los problemas graves de las personas. Se trata de generar prestaciones públicas eficientes y eficaces para hacer frente a la vulnerabilidad humana, en todos sus grados y variantes. Estamos muy lejos de conseguirlo, pero este es el paradigma nuevo, centrado en la cuidadania y no sólo en la condición legal de la ciudadanía. Centrado en la dignidad de la persona humana y en su pleno desarrollo, como una exigencia ligada a todos los derechos y deberes cívicos.
Habría que delimitar también qué es lo que han de hacer las familias, las comunidades sociales en general, y qué es lo que ha de hacer el Estado. Este es el dilema actual.
Hoy en día tenemos aspectos como la preocupación por garantizar un mínimo vital para subsistir, que comporta una prestación pública, que en realidad es insuficiente e inútil en muchos casos, porque no llega a solucionar los problemas de las personas. Después del Covid-19 salieron convocatorias para intentar paliar la pobreza y la exclusión social causadas por la pandemia. Veamos el caso del Ingreso Mínimo Vital. Es aplicable a personas que tienen ingresos menores a 480 euros. Después de dos años de su aprobación, el 95% de personas que están en condiciones de solicitarlo no lo han hecho (Elena Costas, Ara, 16.4.22. p.25). Esto no puede ser. Es inaceptable aprobar ayudas que luego son de difícil acceso por motivos técnicos, a causa de las dificultades de la solicitud informática o por la llamada brecha digital, el miedo al estigma social, o en definitiva todo tipo de trabas burocráticas que no tienen en cuenta las singularidades de colectivos excluidos socialmente.
En ocasiones los requerimientos administrativos, o la tramitación electrónica – una auténtica tiranía para muchos- alejan las prestaciones de la solución de los problemas a los que se pretende hacer frente. En general, los derechos llamados económicos, sociales y culturales, son finalidades de los poderes públicos y no derechos subjetivos. Incluso bienes básicos como la vivienda se han situado en estas coordenadas. Considero que no hemos de conformarnos con políticas débiles que son inútiles para ayudar a las personas necesitadas. Hay que reforzar los servicios sociales y la atención a las personas concretas, con todas sus circunstancias. Es un largo camino para centrar la política en la cuidadanía. Y para que ello sea posible hay que asignar más presupuesto a esas políticas. Es un cambio de modelo sociopolítico, por eso le llamamos nuevo paradigma.
Uno de los problemas más graves que tenemos hoy en día en el ámbito de la cultura del cuidado es que la administración no siempre tiene la sensibilidad suficiente para llevar a cabo una ayuda eficaz y eficiente. Se malpiensa de los posibles solicitantes, no se está a su lado, y por lo tanto las ayudas devienen inútiles. Esto ya lo ha denunciado la Taula del Tercer Sector en Catalunya, pero parece que los gestores públicos no saben encontrar soluciones.
Mientras tanto, la necropolítica va avanzando. Hoy presenciamos una auténtica crisis de legitimidad y de confianza en las políticas públicas de ayuda, y en general en relación a aquello que podemos esperar de los políticos y la política. Nos acechan grandes amenazas, que van en sentido contrario a lo que aquí propugnamos. La cultura del descarte, que determina quien es obsoleto o no, el conflicto como algo normal o mejor dicho banal, en el sentido de que antes de determinadas rupturas no se intenta alguna solución (divorcios o abortos); los micromachismos que impiden el pleno desarrollo de la personalidad de la mujer; la invasión y la manipulación informativa ( como ahora sobre la guerra de Ucrania, y en general en las guerras olvidadas en tantos lugares del mundo). Hoy nos domina un contexto que no favorece el cuidado de unos a los otros. El relativismo ético, el consumismo, el individualismo, la cultura del no y de la desvinculación, el sálvese quien pueda, la indiferencia, están por todas partes.
La respuesta a qué mecanismos sociales nos anestesian frente al sufrimiento de los demás es compleja, a mi juicio. Es toda una manera de vivir, en la que el cuidado del otro, en la dimensión del amor, no se da hoy fácilmente como valor social. Sin embargo, también hay sectores de la sociedad no anestesiados sino comprometidos con los demás. Esto ha sido siempre así. Los seres humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor. Somos peligrosos porque la maldad humana nos puede llevar hasta el fin del mundo y de la especie humana.
Como se ha dicho a menudo, debería darse una auténtica revolución vital, un cambio de la manera de vivir, un nuevo humanismo o posthumanismo, en el que se renuncie a la necropolítica y se potencie la cultura de la vida y del amor cívico. A mi juicio hay tres ámbitos donde se debe actuar con urgencia: las personas más vulnerables, el medio ambiente y el respeto al bienestar animal.
La cuidadanía replantea el concepto de "acuerpamiento”. Se trata de reivindicar la condición corpórea y por tanto frágil, en la que aparece la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. La condición humana está formada por cuerpo y alma, por cuerpos físicos en los que hay emociones, sentimientos y una psique. En este conglomerado se plantea la ausencia de respuestas útiles, materiales y morales, como servicios sociales insuficientes, prestaciones inútiles o escasas, la soledad o las enfermedades incurables. La vulnerabilidad humana se nos muestra no sólo ante la adversidad sino ante la ausencia o insuficiencia de las ayudas.
Durante unos dos años y medio he descubierto el valor de los cuidados, incluso una visión maternal de la vida (no asociada a ningún género). He tenido un hijo con ELA que falleció. ¡Una auténtica crucifixión! ¿Cuántas veces Dios ha sido crucificado (Kazantzakis) y cuantos mártires hay en la historia (Simone Weil)? Con grandes tensiones emocionales ha funcionado la familia, el entorno de amigos, las personas cuidadoras, y también la ley de la dependencia, y las prestaciones de la Seguridad Social, aunque en estos casos con demasiada burocracia paralizante. He observado cómo entidades especializadas hacen lo que pueden con muy pocos recursos. Hemos tirado adelante con la fuerza del amor y de la empatía. Pero he constatado la necesidad de mejorar los servicios sociales, y que la administración no dificulte una situación ya de por sí muy complicada. Menos burocracia y más humanidad. Hay que saber ayudar.
El cuidado democrático implica un desarrollo eficaz de las prestaciones públicas a las que tienen derecho las personas en el acompañamiento de su sufrimiento. Se han de ir configurando prestaciones sociales que hagan posible que la igualdad y la libertad sean más equitativas para todos. El Estado social o del bienestar y en concreto la Seguridad Social pública se inventaron para atender a ese cuidado "democrático", aunque a veces parece que se guía más por un cierto paternalismo o por las contingencias económicas, y no por una exigencia democrática y moral.
Por otro lado hay que ir más allá del género para construir elementos de cuidadanía. La maternidad misma como manifestación máxima del cuidado (que permite y mantiene la vida) puede usarse sin ir más allá, con otros conceptos que son expresiones un poco extrañas para mí, como el maternaje. La expresión no la idea. Por consiguiente, si superamos las referencias a las actitudes tradicionales de los sexos, la maternidad puede ser ejercida en cierto modo por todo aquel que se sienta concernido, en el marco de la civilización del amor. Claro que hay que reelaborar los roles, de todos, para que el cuidado se desarrolle. Por consiguiente, hay que eliminar las concepciones individualistas, materialistas, consumistas, que nos devoran hoy en día. Y avanzar hacia una comunidad con elementos espirituales y transcendentes como la maternidad, o en general la actitud proactiva del amor hacia los demás.
Como vengo sosteniendo en estas líneas, uno de los retos de la cultura del cuidado hoy, es a mi juicio, ir más allá de la comunidad y establecer un sistema institucional público de ayuda a aquellos que lo necesitan. Y todo ello recoge muchos elementos de la perspectiva ecofeminista, los expande, y los generaliza a todos los sexos, a todas las personas, como titulares de derechos y deberes. Y nos da pautas para articular unos poderes públicos que intervengan eficazmente en la vida de las personas, en especial de aquellos más vulnerables y sufrientes. Es indispensable que la política tenga en cuenta mucho más a los crucificados de la tierra.